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Cómo el sexo cambia en la pareja

Cómo el sexo cambia en la pareja ( y por qué eso no significa que el amor se acabe)

Cuando empezamos una relación amorosa, durante los primeros meses, todo parece novedoso, intenso, mágico y casi perfecto. Las primeras caricias, los primeros besos, las relaciones sexuales, los mensajes a deshoras o incluso la sensación de no poder esperar para volver a ver a la otra persona. Esta etapa la conocemos como “luna de miel”. Cada experiencia juntos se asocia a emociones intensas y positivas, como si todo lo que se hace con la pareja reforzara las ganas de seguir ahí, y no es cuestión de magia, sino que lo nuevo y bueno se asocia muy rápido a placer, a sorpresa o a deseo. Todo lo que hacemos con esa persona refuerza esta sensación, y por eso se vive con tanta intensidad. Sin embargo, con el paso del tiempo esa intensidad va cambiando, el sexo puede dejar de ser tan frecuente, los besos ya no siempre llevan la misma chispa, las emociones que sentimos hacia la otra persona cambian, y a veces uno de los dos (o los dos), interpreta esto como una señal de que “ya no nos queremos igual” o “ya no le gusto”. Pero lo que realmente ocurre no es una pérdida del amor, sino un cambio en las asociaciones que mantenemos en la relación.

Pongamos un ejemplo: al principio, cada vez que quedáis, hay nervios, ganas, expectativas. Esas emociones se convierten en una señal que refuerza el querer buscar a la otra persona. Con los meses, la rutina y la habituación aparecen, y lo que antes era nuevo ahora se vuelve cotidiano o ya estamos acostumbrados a ello. Esto no significa que la relación esté mal, sino que las señales que antes disparaban esa pasión ya no se producen con la misma intensidad. Es como cuando escuchas una canción que te encanta: al principio no puedes dejar de ponerla, pero después de muchas repeticiones ya no genera el mismo impacto ni el mismo tipo de emociones.

En las relaciones pasa igual. El sexo, los besos o incluso los abrazos se van asociando también a la rutina, al cansancio, a la habituación, a las preocupaciones del día a día. Si llegas agotado del trabajo, es probable que la señal de estar en la cama con tu pareja se asocie más con descanso que con deseo. Y eso puede dar lugar a malentendidos: uno de los dos (o los dos), puede sentir que la chispa se ha apagado, cuando en realidad lo que ha cambiado son las asociaciones que se han ido formando con el tiempo.

Lo importante aquí es entender que la calidad de la relación no depende de mantener para siempre la misma intensidad inicial, sino de cómo vamos construyendo nuevas asociaciones. Si el sexo deja de ser tan frecuente, pero los momentos de intimidad se acompañan de ternura, confianza y comunicación, lo que se refuerza es un tipo de vínculo más profundo. En lugar de pasión explosiva, aparece la seguridad de saber que la otra persona está ahí, que nos acepta y nos elige en lo cotidiano. Esto no significa resignarse a la rutina, sino abrir espacio a nuevas experiencias. Introducir novedad, jugar, sorprender, descubrir nuevas formas de estar juntos, probar actividades diferentes o incluso cambiar los escenarios habituales puede generar nuevas conexiones positivas. Ya no se trata de reproducir la intensidad del inicio, sino de enriquecer el vínculo con experiencias frescas. Así, el sexo y la intimidad se asocian de nuevo con emociones positivas, pero desde otro lugar, no desde la urgencia de los comienzos, sino desde la complicidad y el cuidado. Pensemos en algo sencillo, cocinar juntos y luego compartir un momento íntimo puede hacer que ambos asocien la experiencia sexual con la risa, la colaboración y el disfrute compartido. O planear un viaje y dejar espacio para reencontrarse en un entorno distinto puede devolverle frescura a la relación. No hace falta nada espectacular, lo importante es entender que el deseo se alimenta de asociaciones, y estas pueden renovarse una y otra vez.

El verdadero amor, el que perdura en el tiempo, no está en mantener intacta la “luna de miel” o la chispa inicial, sino en acompañar la transformación de esas asociaciones a lo largo del tiempo y en adaptarse a estos construyendo nuevas formas de conexión. La rutina puede ser el final de la novedad, pero también el comienzo de una intimidad más profunda, más estable y, en muchos sentidos, más libre. Comprender esto puede aliviar mucho la presión que sentimos cuando creemos que el cambio en el sexo o en nuestros sentimiento hacia la otra persona es sinónimo de pérdida. En realidad, es todo lo contrario: es señal de que la relación evoluciona, y de que tenemos la oportunidad de seguir construyendo juntos una historia más auténtica y duradera.

FRANCISCO CONDE

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Abrazar la incertidumbre: el arte de vivir sin certezas

Cuántas veces damos por hecho que lo que tenemos va a ser lo que tengamos. Y cuántas veces esto nos lleva a quitarnos la oportunidad de encontrar aquello que no esperamos saborear ni de lejos*

La cabeza tiene un objetivo claro: protegernos. Y qué mayor protección que anticipar todas las catástrofes y darnos la garantía de que nada va a salir bien nunca. Que más vale caer desde abajo que asumir una realidad que va a ir llegando poco a poco, ¿No? O al menos bajo este paradigma funcionamos. Cuando no sabes el “modus operandi” de aquella amiga que llevas encima siempre, la zancadilla vital puede ir desde el movimiento en una zona conocida rígidamente limitada hasta el inmovilismo que desemboca en sufrimiento perpetuo.
El otro día acudí a uno de los eventos más emotivos de mi vida, rodeada de personas a las que quiero mucho y de personas que no me esperaba querer así. Miraba alrededor y veía cerca a quienes sabía que iban a estar pero giraba hacia el otro lado y también veía caras con las que nunca me hubiese imaginado compartir mesa y, mucho menos, historia. También percibí ausencias que tampoco esperaba, por supuesto. Me quedé ahí, saboreando esa escena, y una pequeña voz lanzó un mensaje de fondo: “esto la cabeza no lo esperaba” y qué razón. Ella da por hecho el contenido de la mesa pero no tiene ni idea de las personas, experiencias y enseñanzas que están por sentarse y que formarán parte de esta porque, aunque desea mantenernos a salvo, no es una bola del futuro. Y asumir esto es clave.

No hace falta cambiarla, no puedes con ella, pero puedes ir de su mano sabiendo que no las tiene todas consigo porque lo vivido no sirve de lectura para un futuro completamente incierto. Si algo intento transmitir cada día de mi trabajo es la idea de que, a veces moverse cuesta y más cuando tu bagaje te invita a sentarte y a simplemente observar lo que acontece porque el dolor pesa mucho, pero que a veces la única forma de cambiar el cuento es saber que quedan muchas sillas por ocupar y que la única manera de descubrir lo que llenará esos espacios es dando pasos en otras direcciones. Algunos más largos, rápidos, lentos, intensos o pausados pero la base es la misma: andar. No hay solución, no hay forma de convencerte de que llegarán cosas mejores y estos mensajes tampoco ayudan, basta con saber que la única certeza es el segundo en el que estás leyendo estas palabras y dentro de un momento “vete a saber”. Lo único que necesitas es grabarte esto y moverte aunque la esperanza no te acompañe porque, no nos lo enseñan, pero tampoco la necesitas para continuar en la dirección que eliges.
Si hoy te encuentras entre estas líneas te invito a que imagines una mesa, que dibujes qué esperas que esté ahí, contigo, y que dibujes un montón de sillas a la espera de ser ocupadas por experiencias, momentos, personas, llantos, risas, desencuentros e ilusiones que estarán por llegar si decides abrir la puerta, aunque las ganas no te empujen a hacerlo. Os comparto una mesa que estuvo muy llena de muchas cosas y, entre ellas, de discriminativos que dieron lugar a juguetear dentro de mí con esta carta que os envío. Y espero que aprendáis a saborear la vuestra en todos los momentos de la vida estímulo discriminativo: señales que nos indican qué comportamiento probablemente será seguido por determinadas consecuencias. Y también señales que nos despiertan sensaciones que no elegimos porque tienen un significado particular en nuestra historia previa.

MARÍA MARTIN

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Cuando tu cabeza es tu peor enemigo

Overthinking:

Cuando tu cabeza es tu peor enemigo.

 

¿Y si me rechazan? ¿Y si no soy suficiente? ¿Y si me está engañando? ¿Y si me deja de querer? ¿Y si mueren mis seres queridos?¿Y si muero yo? ¿Y si…?

Probablemente te suenen estas afirmaciones o se te ocurran algunas similares que has pensado en alguna ocasión. O en múltiples ocasiones.

Probablemente conoces la sensación de preocupación, angustia y parálisis que se siente cuando comienzas a visualizar mentalmente problemas que no sabes si eres o serás capaz de resolver. Y es que nuestra cabeza puede convertirse en nuestro peor enemigo. Esto es lo que hoy día se conoce como overthinking, o “pensar demasiado”, básicamente cuando nos enredamos en todas aquellas cuestiones, habitualmente preocupantes y alarmantes, con el ímpetu de resolverlas mentalmente o anticiparnos a todo aquello terrible que podría ocurrir. El problema es que, como vamos a ver, igual esta no es la mejor de las resoluciones, y acabamos envueltos en una rumia constante que nos va desgastando e impidiendo disfrutar de nuestro día a día. Nos roba la paz y la tranquilidad, sometiéndonos a un estado de tensión constante, exponiéndonos a un futuro incierto que ni ha ocurrido ni, quién sabe, va a ocurrir jamás. Ahí empieza el problema.

Empecemos por el principio, el “overthinking” no se da de forma casual ni aleatoria. La incertidumbre siempre ha supuesto un problema para el ser humano, mucho más hace milenios, donde habitábamos contextos naturales plagados de potenciales peligros y donde quien lograba anticiparse a todo aquello terrible que podría ocurrir tenía mas posibilidades de sobrevivir. Aquí comienza esta trampa mortal de la evolución, ya que en un contexto (actual) muy distinto, donde no estamos expuestos a un nivel de riesgo tan alto, posicionarnos constantemente en todo aquello desagradable que podría ocurrir nos roba la calidad de vida y la salud mental. La intolerancia a la incertidumbre es tan lógica a nivel evolutivo como dañina en nuestra forma actual de vivir. Es bastante evidente que atenta contra nuestro bienestar psicológico el vivir intentando resolver problemas que ocurrieron en el pasado y ya no tienen solución, o que aun no han ocurrido ni tenemos ninguna certeza de que lo vayan a hacer. Y aquí entra uno de los puntos clave, sabemos que la inmensa mayoría de los pensamientos recurrentes que pasa por nuestra cabeza son escenarios que ni han ocurrido ni van a ocurrir. Otro porcentaje son pensamientos sobre acontecimientos que ya ocurrieron y que queremos controlar a posteriori, probablemente con la intención, de nuevo, de que esto no vuelva a ocurrir en el futuro. Por último, sin duda, la menor parte del “overthinking” la componen preocupaciones sobre problemas reales y actuales, que tenemos, o no, capacidad para solventar.

En terapia, siempre digo que vivir preparándote para lo peor seguramente haga que cuando lleguen momentos desagradables no te pillen por sorpresa, pero seguramente sigas sin estar preparado para estos eventos y, lo más importante, no creo que te haya salido rentable vivir en una preocupación constante durante los últimos años por si alguna de las opciones que pasaban por tu cabeza llegaban a materializarse. Y es que, que ocurra lo peor no es lo que más preocupa al ser humano. Pero, ¿qué podría haber peor a que ocurra lo peor? La respuesta no te sorprenderá después de leer estos párrafos: Que ocurra lo peor sin que se lo espere. Es decir, si hay algo más tenebroso que lo tenebroso, es la incertidumbre de no saber cuándo puede ocurrir. Esto nos lleva a vivir en la ilusión de control de creer que estamos controlando eventos futuros sobre los que no tenemos control alguno, mientras hipotecamos nuestra vida mientras tanto.

Para reflexionar un poco acerca de la poca utilidad del “sobrepensamiento” o la preocupación excesiva, te animo a hacerte las siguientes preguntas:

¿Cuántas de las situaciones que temías llegaron a ocurrir realmente?

¿Cuántas de las que ocurrieron fueron tan terribles como las planteabas?

¿Cuanto tiempo has perdido dándole vueltas a escenarios que nunca llegaron a ocurrir?

¿Cuántas veces creíste que no podrías con una situación y finalmente si que saliste adelante?

¿Cuántas veces te ha servido realmente de ayuda pasar días y noches pensando en bucle en aquello que te preocupaba?

A veces, en terapia, hay pacientes que aseguran que ellos no pueden “controlar lo que piensan” y que la preocupación se da de forma automática involuntaria. Ante esto, hay que explicitar que existen dos tipos de pensamientos, los intrusos o automáticos, que se dan sin que tengamos control sobre ellos, y aquellos emitidos por nosotros en forma de diálogo interno. La realidad es que el inicio de la rumia es automático, pero, a partir de ahí, somos nosotros los que entramos al trapo y comenzamos a intentar resolver, sin éxito, este problema hipotético que acabamos de generar. Este es el mecanismo circular en el que genero problemas que no puedo resolver, subiendo la preocupación, aumentando la generación de problemas hipotéticos y por tanto entrando en un bucle sin fin. Justo para cortar esta espiral, he diseñado un método específico, combinando la terapia psicológica con mi experiencia profesional.

Seguramente tengas la duda de cómo distinguir aquellos problemas que si merecen atención y ser resueltos, y aquellos que simplemente están suponiendo una traba en tu tranquilidad, sometiéndote a una preocupación circular que nunca llegas a resolver. Lo primero, realmente, es aprender a detectar cuando estoy empezando a sobrepensar. Es mucho más fácil escapar de la rumia en el inicio que cuando ya estás metido hasta el fondo en el fango, porque nos es muy complicado dejar problemas a medio resolver en nuestra cabeza. Una de las claves puede ser el “Y si…”. Tanto es así, que siempre afirmo que como persona que ha experimentado el overthinking y la ansiedad generalizada durante gran parte de su vida, no me interesa prácticamente nada que vaya detrás de un “Y si”, porque lo más probable es que sea hipotético y catastrófico.

Una vez hemos detectado el inicio de la rumia, lo siguiente es hacernos la primera de las dos preguntas que componen este método: ¿El problema es real o hipotético?. Un problema es real cuando existe. No cuando existió, o cuando podría llegar a existir. Es real cuando se está dando en este momento. Ya puedo avisar, con bastante convicción, que el 90% de las ocasiones, siendo generoso, la respuesta a esta pregunta será que el problema es hipotético. Recuerda que estamos “diseñados” para evitar la incertidumbre, somos expertos en anticipar aquello que aun no ha ocurrido.

Una vez resuelta esta primera pregunta, es en este momento donde hacemos la segunda pregunta, que determinará nuestra actuación: ¿El problema es solucionable o no solucionable? Una vez más, puedo afirmar que la segunda opción será, esperablemente, la más común.

Se nos abren, por tanto, cuatro opciones: el problema es real y solucionable, el problema es real y no solucionable, el problema es hipotético potencialmente solucionable y el problema es hipotético no solucionable.

Lo que viene a continuación, es lo que va a marcar la diferencia entre permenecer atrapados en la preocupación constante, o empezar a pensar de una forma mucho más eficaz. Si el problema es solucionable me enfoco en solucionarlo, esto significa cambiar la preocupación por la acción: me preocupo menos y me ocupo más. Para ello utilizo el método de solución de problemas: Describo el problema, planteo todas las soluciones posibles, evalúo ventajas y desventajas de cada solución, elijo una solución y diseño un plan de actuación para llevarla a cabo. Como he dicho, este tipo de problemas serán, sin duda, la minoría de los que rondan por mi cabeza.

La mayor parte serán los no solucionables, concretamente los hipotéticos.

Ante estos, voy a aplicar una técnica psicológica que a mí, personalmente, me cambio la vida: la defusión cognitiva.

JESÚS ANDRES MOLERO CABELLO